Hace un par de semanas quise prender la luz del baño y no funcionó. Mi primera sospecha natural fue pensar que se quemó el foco, la segunda que se habían quemado los plomos. Ya me había olvidado sospechar de algo que era pan de casi todos los días hace años: un apagón.
Los apagones en la época del terrorismo eran sorpresivos, pero cotidianos. Seguramente en ninguna casa faltaban velas o linterna; tampoco radio a pilas para escuchar las novedades via RPP. Los escolares hacíamos las tareas a la luz de las velas y a falta de terma, se hervía agua para el baño. Nada de esto se extraña con nostalgia.
Luego vino el racionamiento de luz. Los limeños nunca olvidaremos aquellos años mozos en los que existía. ¿Qué era esto? Simplemente que habían horas afortunadas durante el día en las que podíamos disfrutar de luz eléctrica. Todos esperábamos ansiosos la notificación que llegaba a la casa indicando cuándo no dispondríamos de luz.
Pero, no deberíamos quejarnos, la falta de luz eléctrica nos obligaba a exprimir ideas de la cabeza para pasar el tiempo sin aburrirnos. Yo tuve que ingeniármelas para poder sobrevivir a una hepatitis en plena época de racionamiento de luz. En las mañanas, leía, hacía geniogramas, escuchaba radio a pilas, escribía, jugaba con mis hermanas (todavía no iban al colegio)... pero igual me aburría soberanamente. Por las noches, era más divertido. Casi todas las noches mi papá sacaba su guitarra y sus cancioneros e improvisábamos un karaoke unplugged. Así aprendí muchas canciones de los Beatles, Paul Anka y muchas otras del recuerdo. ¡Cómo nos divertiamos! Quizás sea lo único por lo que añoro, a veces, los apagones.
Créditos foto: Ginle Cubillas Arriola @ http://www.bitacoracubana.com/artesplasticas/portada.php