Hace tiempo no veía a uno de tu tipo y lograste que emergiera de mi memoria una sonrisa .
Llegaste en 1989 a nuestra casa. La familia había crecido, ya éramos cinco y no cabíamos todos en la pick-up (no me pregunten cómo hacíamos para ubicarnos todos dentro de una cabina, pero estoy segura que ahora es ilegal). Tuviste una aceptación inmediata, pues aunque eras duro por los cuatro costados, eras indudablemente más cómodo que el anterior. Además, podíamos darnos el lujo de cerrar las puertas con fuerza, sin que nos culparas de maltratarte. La única que batallaba un poco para dominarte era mi mamá que en cada curva sacaba todas sus fuerzas para mover el timón. Pero no era tu culpa estaba previsto que un vigoroso ruso lo hiciera.
Me acompañaste todos los días al colegio, dejando tu aliento en cada tramo para llegar. Fuimos contigo a Cerro Azul, en aquel viaje inolvidable en que visitamos también la fábrica de Milkito. Cumpliste la valerosa hazaña de llegar hasta Huancayo, aunque con tropiezos. Te pegué mi sticker de la promoción. Mis hermanas saltaron sobre ti en innumerables ocasiones.
No recuerdo cuando te fuiste y prefiero que siga siendo así. Sólo quiero mantener en la memoria lo que evocas: el recuerdo de mi familia unida. Y aunque sé que peco de egoísta, me gustaría que volvieras para reunirnos otra vez.
Querido Lada, espero que nos encontremos otra vez.